Capítulo 02
En el cual Beremís Samir, el “Hombre que calculaba”, cuenta la historia de su vida. — Cómo fui informado de los prodigiosos cálculos que realizaba y por qué nos hicimos compañeros de viaje.
Me llamo Beremís Samir y nací en la pequeña aldea de Khoy, en Persia, a la sombra de la gran pirámide formada por el monte Ararat. Siendo muy joven todavía, me empleé como pastor al servicio de un rico señor de Khamat (1). Todos los días, al salir el Sol, llevaba el gran rebaño al campo, debiendo ponerlo al abrigo, al atardecer. Por temor de extraviar alguna oveja y ser por tal negligencia castigado, contábalas varias veces durante el día.
Fui, así, adquiriendo, poco a poco, tal habilidad para contar que, a veces, instantáneamente, calculaba sin error el rebaño entero. No contento con eso, pasé a ejercitarme contando además los pájaros cuando, en bandadas, volaban por el cielo. Volvíme habilísimo en ese arte. Al cabo de algunos meses —gracias a nuevos y constantes ejercicios—, contando hormigas y otros pequeños insectos, llegué a practicar la increíble proeza de contar todas las abejas de un enjambre. Esa hazaña de calculista nada valdría frente a las otras que más tarde practiqué.
Mi generoso amo, que poseía, en dos o tres oasis distantes, grandes plantaciones de dátiles, informado de mis habilidades matemáticas, me encargó de dirigir su venta, contándolos yo uno por uno en los cachos. Trabajé asía al pie de los datileros cerca de diez años. Contento con las ganancias que obtuvo, mi bondadoso patrón acaba de concederme algunos meses de descanso, y por eso voy ahora a Bagdad pues deseo visitar a algunos parientes y admirar las bellas mezquitas y los suntuosos palacios de esa bella ciudad.
Y para no perder el tiempo, me ejercito durante el viaje, contando los árboles que dan sombra a la región, las flores que la perfuman y los pájaros que vuelan en el cielo, entre las nubes.
Y señalando una vieja y grande higuera que se erguía a poca distancia, prosiguió:
— Aquel árbol, por ejemplo, tiene doscientas ochenta y cuatro ramas. Sabiendo que cada rama tiene, término medio, trescientas cuarenta y siete hojas, se deduce fácilmente que aquel árbol tendrá un total de noventa y ocho mil quinientas cuarenta y ocho hojas. ¿Qué le parece, amigo?
— ¡Qué maravilla! —exclamé atónito—. ¡Es increíble que un hombre pueda contar en una rápida ojeada, todos los gajos de un árbol, y las flores de un jardín! Tal habilidad puede proporcionar a cualquier persona un medio seguro de ganar envidiables riquezas.
— ¿Cómo es eso? —preguntó Beremís—. ¡Jamás pasó por mi imaginación que pudiera ganarse dinero contando los millones de hojas de los árboles o los enjambres de abejas! ¿Quién podría interesarse por el total de ramas de un árbol o por el número de pájaros que cruzan el cielo durante el día?
— Vuestra admirable habilidad —expliqué— podría ser empleada en veinte mil casos diferentes. En una gran capital como Constantinopla, o aún en Bagdad, seríais útil auxiliar para el Gobierno. Podríais calcular poblaciones, ejércitos y rebaños. Fácil os sería avaluar las riquezas del país, el valor de las colectas, los impuestos, las mercaderías y todos los recursos del Estado. Yo os aseguro —por las relaciones que mantengo, pues soy bagdalí, (2) — que no os sería difícil obtener una posición destacada junto al glorioso califa Al-Motacen (nuestro amo y señor). Podríais, tal vez, ejercer el cargo de visir-tesorero o desempeñar las funciones de Finanzas musulmanas. (3)
— Si es así, joven —respondió el calculista— no dudo más, y os acompaño hacia Bagdad.
Y sin más preámbulo, se acomodó como pudo encima de mi camello (único que teníamos), y nos pusimos en marcha por el largo camino, rumbo a la ciudad gloriosa.
De ahí en adelante, ligados por ese encuentro casual en medio del agreste camino, nos hicimos compañeros y amigos inseparables.
Beremís era de genio alegre y comunicativo. Joven aún —pues no tendría veintiséis años—, estaba dotado de gran inteligencia y notable aptitud para la ciencia de los números (4).
Formulaba, a veces, sobre los acontecimientos más banales de la vida, comparaciones inesperadas que denotaban gran agudeza de espíritu y verdadero talento matemático. Beremís también sabía contar historias y narrar episodios que ilustraban sus conversaciones, de por sí atrayentes y curiosas.
A veces pasábase varias horas, en hosco silencio, meditando sobre cálculos prodigiosos. En esas oportunidades me esforzaba por no perturbarlo, quedándome quieto, a fin de que pudiera hacer, con los recursos de su memoria privilegiada, nuevos descubrimientos en los misteriosos arcanos de la Matemática, ciencia que los árabes tanto cultivaron y engrandecieron.
(1) Khamat de Marú, ciudad situada en la base del monte Ararat. Khoy, situada en el valle del mismo nombre y bañada por las aguas que descienden de las montañas de Salmas. (Nota de Malba Tahan)
(2) Bagdalí, individuo nacido en Bagdad.
(3) Musulmán, nombre derivado de Mouslin, ≪aquel que se resigna a la voluntad de Dios≫. Los musulmanes practican la religión de Mahoma y son actualmente unos 240 millones, aproximadamente.
(4) No pocos fueron los matemáticos que se hicieron notables por la precocidad con que revelaron sus aptitudes: Blas Pascal, a los 16 años escribió un tratado sobre las cónicas; Evaristo Galois a los 15 años comentaba obras de cálculo y análisis; José Bertrand, a los 11 años iniciaba los cursos en la Escuela Politécnica; Nicolás Enrique Abel a los 16 años descubría y demostraba teoremas de Álgebra Superior.