Capítulo 07
En el cual vamos a la calle de los mercaderes. — Beremís y el turbante azul. — El caso de los cuatro cuatros. — El problema del mercader sirio. — Beremís explica todo y es generosamente recompensado. — Historia de la “prueba real” del rey de Yemen.
Algunos días después, terminados los trabajos que diariamente hacíamos en el palacio del visir, fuimos a pasear por el suque (1) de los mercaderes.
Aquella tarde, la ciudad presentaba un aspecto febril, fuera de lo común. Era que por la mañana habían llegado dos grandes caravanas de Damasco.
Los bazares aparecían llenos de gente; los patios de los almacenes estaban atestados de mercaderías; los fieles rezaban en las puertas de las mezquitas. Por todas las calles se veían los turbantes blancos de los forasteros, y no eran solo los turbantes los que nos parecían blancos, sino que todo se nos presentaba de ese color; daba la impresión de que la gente caminara en puntas de pies. Todo estaba impregnado de un fuerte aroma de áloe, de especias, de incienso, de mirra; parecía que se anduviera por una inmensa droguería.
Los vendedores pregonaban sus mercaderías, aumentando su valor con elogios exagerados, para los que es tan fértil la imaginación árabe.
— ¡Este rico tejido, es digno del Profeta!
— Amigo. ¡Es un delicioso perfume, que aumentará el cariño de vuestra esposa!
— Reparad, oh sheick, en estas chinelas y en este lindo “cafetán” (2) que los “dijins” (3) recomiendan a los ángeles.
Se interesó Beremís por un elegante y armonioso turbante azul claro, que un sirio, medio jorobado, ofrecía por 4 dracmas. La tienda de ese mercader era muy original, pues todo allí (turbantes, cajas, pulseras, puñales, etc.) se vendía por 4 dracmas. Había un letrero que, en caracteres árabes decía:
Los cuatro cuatros
Al ver a Beremís interesado en adquirir el turbante azul, objeté:
— Juzgo una locura el comprar ese lujo. Tenemos poco dinero y no hemos pagado aún el hospedaje.
— No es el turbante lo que me interesa —retrucó Beremís—; observo que la tienda de este mercader se llama “Los cuatro cuatros”. Hay en ello una gran coincidencia, digna de mi atención.
— ¿Coincidencia? ¿Por qué?
— En este momento, “bagdalí” —replicó Beremís— la leyenda que figura en ese letrero me recuerda una de las maravillas del cálculo.
Podemos formar un número cualquiera, empleando solamente cuatro cuatros, ligados por signos matemáticos.
Y antes de que le interrogase sobre aquel enigma, Beremís explicó, dibujando en la fina arena que cubría el piso:
— Quiero formar el número cero. Nada hay más simple. Basta escribir:
44 — 44
Están así los cuatro cuatros formando una expresión igual a cero.
Pasamos ahora al número 1. Esta es la forma más cómoda:
44 / 44
— ¿Quiere ver ahora el número 2? Fácilmente se usan los cuatro cuatros escribiendo:
4/4 + 4/4
— El 3 es más fácil todavía. Basta escribir la expresión:
(4 + 4 + 4)/4
Repare en que la suma de 12 dividida por 4, da un cociente 3. Resulta así el número 3 formado por cuatro cuatros.
— ¿Cómo formaréis el número 4? —pregunté—.
— Muy fácilmente —dijo Beremís—. El número cuatro puede formarse de varias maneras; una de ellas sería la siguiente:
4 + (4 — 4)/4
en la que el segundo sumando vale cero, y su suma, por lo tanto, vale 4.
Noté entonces que el mercader sirio seguía atento, sin perder palabra, la explicación de Beremís, como si mucho le interesasen las expresiones aritméticas formadas por los cuatro cuatros.
Beremís continuó:
— Para formar el número 5, por ejemplo, no hay dificultad. Escribimos:
(4×4 + 4)/4
En seguida pasamos al 6:
(4 + 4)/4 + 4
Una pequeña alteración de la expresión anterior la convierte en 7:
44/4 — 4
Y de manera más simple logramos el 8:
4 + 4 + 4 — 4
El nueve no deja de ser interesante:
4 + 4 + 4/4
Y ahora una expresión igual a 10 formada por los cuatro cuatros:
(44 — 4)/4
En ese momento, el jorobado, dueño de la tienda, que estuviera oyendo la explicación del calculista en actitud de respetuoso silencio e interés, observó:
— Por lo que acabo de oír, el señor es hábil para sacar cuentas y hacer cálculos. Le regalaré este bello turbante, como presente, si se sirve explicarme cierto misterio que encontré en una suma, y que me tortura desde hace dos años.
Y el mercader narró lo siguiente:
— Presté, cierta vez, la cantidad de 100 dracmas: 50 a un sheick y los otros 50 a un judío del Cairo.
El sheik pagó su deuda en cuatro cuotas, del modo siguiente:
— Fíjese, mi amigo —continuó el mercader—, en que tanto la suma de las cuotas pagadas como la de los saldos deudores es igual a 50.
El judío pagó también los 50 dracmas en cuatro cuotas, del modo siguiente:
En este caso la primera suma es 50 (como en el caso anterior), mientras que la segunda da un total de 51.
No sé explicarme esa diferencia de 1 que se observa en la segunda parte del pago. Sé bien que no salí perjudicado (pues recibí el total de la deuda), mas ¿cómo justificar el hecho de ser la segunda suma igual a 51 y no a 50?
— Amigo mío —aclaró Beremís—, esto se explica con pocas palabras. En las cuentas de pago, los saldos deudores nada tienen que ver con el total de la deuda. Admitamos que una deuda de 50 fuese pagada en tres cuotas: la primera de 10, la segunda de 5 y la tercera de 35. Efectuemos las sumas:
En este ejemplo, la primera suma es 50, mientras que la de los saldos es 75; podía también haber resultado igual a 80, 99, 100, 260, 800 u otro número cualquiera. Puede por casualidad dar 50 (como en el primer caso), ó 51 (como en el caso del judío).
Quedó conforme el mercader al haber entendido el asunto, cumpliendo su promesa de ofrecer, como presente, al calculista, el turbante azul que valía 4 dracmas.
Beremís, para distraer al buen mercader, le contó enseguida este curioso episodio:
— Omeya, —rey de Yemen—, tenía un tesorero llamado Quelal, que parecía muy cuidadoso y probo. Queriendo el monarca asegurarse de la honestidad de su auxiliar, hizo lo siguiente: durante tres días colocó, sin decir nada, un dracma en la caja de los gastos. Resultaba claro que el tesorero, al finalizar el día, cuando hiciera el arqueo, hallaría el exceso de un dracma, que anotaría como saldo en el libro correspondiente.
El rey observó que en los tres días el tesorero no registraba aquella diferencia. — “Naturalmente que, el muy ambicioso, se guarda el dracma excedente”, —supuso el rey—. “¡Quién iba a imaginar que el tesorero Quelal fuese capaz de tal proceder!” Resolvió, sin embargo, someterlo a una verdadera prueba, esto es, a una “prueba real”. ¿Y qué hizo el rey? Pues, durante los tres días siguientes retiró secretamente de la caja un dracma, y esperó que el tesorero se diese cuenta y reclamase la diferencia. Pero eso tampoco dio resultado. Mediante esas pruebas, que consideró suficientes, Omeiá llamó a su gran visir y le dijo: “Es preciso hacer con urgencia un interrogatorio. Tengo serias razones para desconfiar de nuestro tesorero Quelal.” — “Creo, mi rey, que es necesario investigar” —replicó el visir—. Puedo probar que el indigno Quelal no procede con honestidad.” “¿Cómo?”, —preguntó el rey—. Dijo entonces el ministro: “Sepa Vuestra Majestad que resolví, una vez, saber si eran exactas o no las cuentas presentadas diariamente por el tesorero de la Corte. Sin decir nada, durante tres días, retiré de la caja la cantidad de un dracma. Pues bien, el tesorero nunca anotó lo que yo retiraba. A continuación, y también durante tres días, coloqué un dracma en la caja de Quelal, sin que él registrara ese exceso.
Ahora bien: cuando un tesorero no anota con exactitud las diferencias de caja, es porque su forma de proceder se aparta de los principios de la más elemental honestidad.” Con sobrada razón se asombró el rey al oír el relato del gran visir. Estaba sí explicado el misterio del caso. Las leyes del Destino son insondables. Por extraordinaria coincidencia, los mismos días en que él ponía un dracma, el visir retiraba la misma cantidad de la caja. El rey no hizo otra cosa, en los días siguientes, que retirar al diligente Quelal el dinero colocado por el astuto ministro. Avergozóse entonces el digno monarca, por el espionaje a que sometiera a un funcionario tan fiel y que tanta lealtad y dedicación había demostrado siempre, así como de haber empleado esos ardides y fraudes, que fueran anulados, empleando iguales medios, por el visir.
Cuando el ministro terminó el relato, el poderoso rey se levantó y dijo, mirándolo fijamente: “Sus palabras, visir, solo prueban que nuestro tesorero Quelal es escrupuloso y honestísimo en sus funciones. Resuelvo, pues, que no se haga el interrogatorio, y que Quelal quede en su puesto con el mismo cargo y doble sueldo. El visir, al oír esa inesperada sentencia del rey, tuvo un ataque al corazón y cayó fulminado sobre las gradas del trono. Y no era para menos. ¡Uassalam! (4).
(1) Suque — Lugar o calle en la que se encuentran las tiendas y casas de los mercaderes.
(2) Cafetán — Túnica galoneada. Entre los persas era un ropaje o túnica que usaban habitualmente.
(3) Dijins — Genios bienhechores, en cuya existencia creían los árabes. Actualmente esa creencia sólo existe en las clases incultas. Existían también los refrites que eran genios malignos.
(4) Uassalam — Fórmula usual de despedida (M.T.)